Una tarde en Isla Mauricio

El mar rompe en la cercana lejanía; un arrecife de coral protege la playa de pálida arena de unas olas que desde aquí se ven amenazantes. Como si la natural creación de este sitio lejos de todo obedeciera a los complejos gustos del hombre. Bañarse en aguas tranquilas, nadar viendo el fondo.

El agua levita sobre arena, corales y rocas. Ofrece un agradable espectáculo a la vista. Los azules se divisan con perfecta claridad hasta fundirse con la espuma de lo que antaño se convirtió en una ola. En la superficie el viento sopla. El aire corre con fuerza hacia el norte y la casi inexistente marea no puede competir en vigor con un viento venido de algún otro sitio.

Las palmeras se pliegan ante el ocaso de otro día más. Los cocos yacen por ahora en el cénit del árbol esperando el momento justo en el que caer, precipitarse hacia un prado verde y cuidado sobre el que caminar descalzo. Su ramaje suena, chirría, como si los árboles trataran de quejarse en vano o quizá hacer algo de música para acompañar el canto de los pájaros.

En el cielo ya no se divisa el sol, pero aún reina la luz. De a poco la claridad se va desvaneciendo hasta que se cierne una densa oscuridad. El mañana se abalanza temprano, pero todavía se ve a los lejos un mar en calma que se enfurece contra el coral allí crecido.

El espesor del verde y la dimensión del agua hace verte lejos de unos colores conocidos. El viento indómito en esta playa de esta isla. En este invierno impostor que no deja de ser una eterna primavera tan al sur que el calor proviene del norte.